jueves, 7 de mayo de 2009

Cuando el otro se desnuda el mundo cambia


Arianna Bañuelos
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Venía atiborrada de la oficina a la casa. Tenía una migraña de calibre 14. En aquel semáforo, el mismo estúpido cuenta-largo de todos los días, me sonrió un mimo. Al principio no lo quise mirar porque mi cara de “el mundo me odia y viceversa” daba vergüenza. Traté de esquivar su mirada instantáneamente; pocos segundos fueron nada. Cuando regresé la vista ahí seguía con su cara de “ya sé en qué estás pensando”. En el arguello de sus faenas, un gesto sincero; del silencio de su boca salía un “wow”, “estás hermosa”. Luego me tomó una foto y la guardó en su bolsillo. Sacó una moneda y dijo “no quiero esto”; mejor un beso, y señaló su mejilla. Me vencí, me reía sola. En cadena me vino de golpe, “la espontaneidad no es un delito” y “hay detalles de la vida que son mágicos”. Algo con fe y cariño, que no le puedo llamar flirteo y tampoco oficio. Era un todo; la intención de hacerme sentir mejor: mundo liviano. Yo pensaba, “qué manera de sonreír al mundo”. Así las cosas, la vida iba siendo un todo en la sonrisa del otro. Nada importaban los espectadores incomprensibles (el aire flota; piedras invisibles y recurrentes; paradoja y sociedad). ¡La vergüenza venía siendo un pecado!; rechazar una sonrisa lo era más. Pagué su talento y me fui.

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