Nunca tuve por cierto, tantas ganas de vivir. Me siento en un pueblo que resurge entre muchos versos solitarios. Cancún no es un verdugo; siempre sabe cuándo empezar a cantar.
Todas estas calles: Yaxchilán, Chichen-Itzá, Bonampak, Nichupté, vibran por el amor de una tierra que desconozco. Los mayas pertenecen a los yucas (yucatecos), no a nosotros los defeños (DF). Y sin tanto orgullo, los mayas pertenecen al pasado. Los muchos secretos de los antepasados están abiertos a exposiciones, bibliotecas, obras de teatro, shows de turismo. Es como si la cultura hubiera vivido largos años para reencarnar en lo “clásico”.
Aquí no se discute la acción literaria, la revolución se da con la muerte; y después de la muerte, la prisión escapa a todas partes para recitar memorias.
Así debe ser el rumbo del escritor; dar en el anzuelo justo para dejar visible la corriente sepultada, la flecha milenaria que reintegre los cimientos de la patria, -para que sus pasos sean- (más que unos papeles), cinco pares de ojos: fabulosos fósiles que han de ver al león caído de un cenote. Y quién sabe, quizás se vea más sangre correr.
Miro por la ventana, me pregunto si habrá más vida que ésta. No he encontrado mi sitio, aunque estoy electrizada con el color del mar (que no es ninguno en particular).
He escrito con fabulosa revelación: el menos político es el más poeta.
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