miércoles, 10 de febrero de 2010

¿Por qué lloraba?

Lloraba porque se habían terminado sus palabras. Las palabras siempre vienen en el momento propicio, a la hora de expresar furtivamente un gesto, con la franca molestia, con el trago amargo, en la extensión de la cesura, al límite de las montañas más impenetrables.

Las lágrimas hablan por sí solas de duelos, tristezas, en secretos terribles, -para nosotros que exploramos el terreno de lo irreal- dictaminó Apollinaire.

Las lágrimas, a diferencia de la palabra, son espontáneas; carecen de todo sentido de lo apropiado. Las lágrimas nos revelan un largo viaje escaso de heroísmo y lleno de lo sublime del alma.

En la conciencia misma de ser inconsecuentes y dejarse llevar por un exilio voluntario, las lágrimas corren sobre piedras blancas y transparentes; nos hablan de castillos, ciudades y paisajes del viajero solitario.

Las lágrimas son un hermoso retrato y una escalera inconclusa en proporción a la sangre que continúa corriendo, exaltada en el nombre del ángel titular de la infancia. Sangre fuimos, de aquel ondulante u delicioso río que fueron nuestros padres y serán nuestros hijos.

Él lloraba por su sangre, en la magnitud del tamaño de sus lágrimas.

Un día de enero, como lo demuestran mis memorias en este hermoso libro, sus hijas partieron a cumplir sus sueños (si acaso soñar fuera sinónimo de olvidar, perdonar y/o volver a empezar). En el camino de regreso, el padre se topó con sus lágrimas.Es decir, el padre se topó con el retrato de una primera muerte. La guerra…la guerra...sea quizás lo que explique en parte su destino.

Siempre luchamos, pausados en el hablar, hasta decir súbitamente unas frases cortas que rematen otra primera sonrisa.

Las lágrimas son menos moralistas; la vida es nada moralista.

Las lágrimas son claramente, los jardines colosales de la vida, siempre abiertos a territorios no descubiertos, pero cerrados y negados a otros seres moralistas; es decir, a lo que se esperaría del hombre con sus flores tiránicas (transformadas en orgullo).

El padre no esperaba llorar, y ya tenía largo rato impidiendo sus lágrimas. Pero aquella ola azul, tan nítida que hubo invadido toda su casa, aquella estrella azul abandonando primaveras, y el canto de un pez perdiendo su orgullo, resplandeciendo en la consagración anónima –todo ser anónimo contagió sus lágrimas-.
El padre rápidamente huyó antes de desbordar el océano de sus lágrimas. Pero se gesto, escrito en la –no palabra- (el silencio), exigió un momento eterno de contemplación.

Ya de regreso en el carro, sus hijas cayeron en la numerosa cuenta de una causa grande (empecé formulando una pregunta: ¿por qué lloraba? Y terminé escribiendo la razón de las lágrimas. ¿Por qué lloraba hubiera sonado moralista).

Cada uno cruza su rió, y aquellas vertientes son semejantes a las lágrimas.

Es hermosa la frase: “Jesús lloró”. Parte de la eminencia de doblegarse a la muerte, revistiéndonos poco a poco en vital explosión, decididos a ver valientes; es decir, dejar correr las lágrimas, casi a modo de disciplina, como autores anónimos sin palabras o deber.

De aquel desierto colérico llamado vida, hay pequeños corresponsales rociados de lluvia o de sangre, siempre dispuestos a insinuar un momento de sonrisas hasta liberar la batalla huraña, la implacable soledad, el polen fugitivo de besos fríos que siempre llegarán.

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