martes, 16 de febrero de 2010

Toneladas de ayuda

El poeta buscaba una misión relacionada con acciones asistenciales y de desarrollo, cualquiera fuera su denominación u origen. El poeta estaba consciente de su insensibilidad frente al mundo, a pesar de que tantas veces intentó un socorro inútil: saltar un charco, ver un arco iris, mirar un largo pasto y niños verdes jugando.

Hubo uno que otro remolino intempestivo que le recordó la “gran misión" de salvar al mundo. El poeta no bajó la guardia, a pesar de que los toltecas metafísicos le recordaron no buscar más suerte que la felicidad de uno. Así lo habían escrito hace tantos años, y así podría haber sido, fue o siempre ha sido.

No por menos, (sino por causa de lo extraordinario), el poeta llegó a Cáritas un 11 de febrero. En la entrada de dicha Organización no había más que unos contenedores de reciclaje y de cartón. Recuerda que el director fumaba, y aquella humarada se apresuraba a echar a un lado la suerte del poeta: quería salir huyendo con tantas imágenes santificadas.

Ejemplos de cómo ayudar fueron contrariados en un escritorio de madera, donde el poeta miró a través de una ventana y deseó partir por cuenta propia al lugar de los hechos: la emergencia en Haití, el asilo de ancianos, el psiquiátrico, la casa de refugio y pan, los corredores indígenas, la selvas mayas, de nuevo los ocelotes, los misterios, los enigmas.

Las fotografías de ciertas contribuciones gráficas le parecían la colección de una serie fílmica de Hollywood, hasta que el dolor de un brazo, una mano, una mutilación, le parecieron la escena de otro sueño; un segundo sueño brigadista: el poeta deseó ser un topo y un casco azul para esconderse en tierra firme y oler la suave arena.

¿Cómo regresar a la cautividad, aquel lecho de color ámbar lleno de sueños?

miércoles, 10 de febrero de 2010

Vistiendo tierras vírgenes

Nunca tuve por cierto, tantas ganas de vivir. Me siento en un pueblo que resurge entre muchos versos solitarios. Cancún no es un verdugo; siempre sabe cuándo empezar a cantar.

Todas estas calles: Yaxchilán, Chichen-Itzá, Bonampak, Nichupté, vibran por el amor de una tierra que desconozco. Los mayas pertenecen a los yucas (yucatecos), no a nosotros los defeños (DF). Y sin tanto orgullo, los mayas pertenecen al pasado. Los muchos secretos de los antepasados están abiertos a exposiciones, bibliotecas, obras de teatro, shows de turismo. Es como si la cultura hubiera vivido largos años para reencarnar en lo “clásico”.

Aquí no se discute la acción literaria, la revolución se da con la muerte; y después de la muerte, la prisión escapa a todas partes para recitar memorias.

Así debe ser el rumbo del escritor; dar en el anzuelo justo para dejar visible la corriente sepultada, la flecha milenaria que reintegre los cimientos de la patria, -para que sus pasos sean- (más que unos papeles), cinco pares de ojos: fabulosos fósiles que han de ver al león caído de un cenote. Y quién sabe, quizás se vea más sangre correr.

Miro por la ventana, me pregunto si habrá más vida que ésta. No he encontrado mi sitio, aunque estoy electrizada con el color del mar (que no es ninguno en particular).

He escrito con fabulosa revelación: el menos político es el más poeta.

Hablando de otro idioma

Tengo la impresión que la piedra sigue intacta. Corro con arrolladora fuerza vital, pero mi lenguaje es un intérprete del anhelo de mis palabras. ¿Qué hago aquí y hacia dónde iré? Poseo en mis manos (quizás como continuum) un ojo azul de mares; la noche luminosa incorporándose en lo alto de una torre en vigilancia.

El poeta se detiene en todo lugar y por des-fortuna rueda, sigilosamente, en el suelo mirador de otros pies: ¿manos por los pies de otros?

A veces sueño en las visitaciones reales,  lugares donde está sentada la gente exacta (los profesionales, cualquier sea su denominación social), y hablo con ellos diplomáticamente. Confieso que no puedo seguir órdenes y sigo descifrando los misterios incontenibles del vocabulario humano.

Estoy en búsqueda de un salario que pague el lenguaje de lo irreal, pero el poeta es incomprensible; es un pescado exótico que suele ser encontrado sólo en las profundidades. Nadie navega, nadie sabe.

Tengo una aura de tierra con la íntima garra de un león (el león no es tierno pero cómo es admirado). Me acerqué a ellos con recelo. Aquí tienen mi CV. No sé hacer nada más que descifrar la noche universal.

Otro día llegué en búsqueda de un puesto “asistente de relaciones públicas”. El periódico publicaba su denominación con las siglas TWN. Yo pensé que se referían a Third World Network con sede en Malasya, fundada en 1984 para la cooperación Norte-Sur. Resultó que la srita. me entendió mal y la empresa se refería al Tour World Net, dedicada a la supuesta promoción del turismo. Fatal. Me recibieron unas personitas con vestimenta particular: minifaldas, ropa pegada, escotes, zapatos de tacón (quasi aliens). El lugar, algo clandestino, me confirmó que Cancún es un sitio propicio para el turismo sexual.



Seguí con la entrevista por mera casualidad. La presunta agencia vacacional tiene su sede en Seattle y funciona bajo el patrocinio de Vive México. Lo cierto es que soñé con el Lic. Díaz (el que me hizo la entrevista): dientes feísimos y aspecto de mujeriego, tratante o no sé qué.

¿Por qué lloraba?

Lloraba porque se habían terminado sus palabras. Las palabras siempre vienen en el momento propicio, a la hora de expresar furtivamente un gesto, con la franca molestia, con el trago amargo, en la extensión de la cesura, al límite de las montañas más impenetrables.

Las lágrimas hablan por sí solas de duelos, tristezas, en secretos terribles, -para nosotros que exploramos el terreno de lo irreal- dictaminó Apollinaire.

Las lágrimas, a diferencia de la palabra, son espontáneas; carecen de todo sentido de lo apropiado. Las lágrimas nos revelan un largo viaje escaso de heroísmo y lleno de lo sublime del alma.

En la conciencia misma de ser inconsecuentes y dejarse llevar por un exilio voluntario, las lágrimas corren sobre piedras blancas y transparentes; nos hablan de castillos, ciudades y paisajes del viajero solitario.

Las lágrimas son un hermoso retrato y una escalera inconclusa en proporción a la sangre que continúa corriendo, exaltada en el nombre del ángel titular de la infancia. Sangre fuimos, de aquel ondulante u delicioso río que fueron nuestros padres y serán nuestros hijos.

Él lloraba por su sangre, en la magnitud del tamaño de sus lágrimas.

Un día de enero, como lo demuestran mis memorias en este hermoso libro, sus hijas partieron a cumplir sus sueños (si acaso soñar fuera sinónimo de olvidar, perdonar y/o volver a empezar). En el camino de regreso, el padre se topó con sus lágrimas.Es decir, el padre se topó con el retrato de una primera muerte. La guerra…la guerra...sea quizás lo que explique en parte su destino.

Siempre luchamos, pausados en el hablar, hasta decir súbitamente unas frases cortas que rematen otra primera sonrisa.

Las lágrimas son menos moralistas; la vida es nada moralista.

Las lágrimas son claramente, los jardines colosales de la vida, siempre abiertos a territorios no descubiertos, pero cerrados y negados a otros seres moralistas; es decir, a lo que se esperaría del hombre con sus flores tiránicas (transformadas en orgullo).

El padre no esperaba llorar, y ya tenía largo rato impidiendo sus lágrimas. Pero aquella ola azul, tan nítida que hubo invadido toda su casa, aquella estrella azul abandonando primaveras, y el canto de un pez perdiendo su orgullo, resplandeciendo en la consagración anónima –todo ser anónimo contagió sus lágrimas-.
El padre rápidamente huyó antes de desbordar el océano de sus lágrimas. Pero se gesto, escrito en la –no palabra- (el silencio), exigió un momento eterno de contemplación.

Ya de regreso en el carro, sus hijas cayeron en la numerosa cuenta de una causa grande (empecé formulando una pregunta: ¿por qué lloraba? Y terminé escribiendo la razón de las lágrimas. ¿Por qué lloraba hubiera sonado moralista).

Cada uno cruza su rió, y aquellas vertientes son semejantes a las lágrimas.

Es hermosa la frase: “Jesús lloró”. Parte de la eminencia de doblegarse a la muerte, revistiéndonos poco a poco en vital explosión, decididos a ver valientes; es decir, dejar correr las lágrimas, casi a modo de disciplina, como autores anónimos sin palabras o deber.

De aquel desierto colérico llamado vida, hay pequeños corresponsales rociados de lluvia o de sangre, siempre dispuestos a insinuar un momento de sonrisas hasta liberar la batalla huraña, la implacable soledad, el polen fugitivo de besos fríos que siempre llegarán.