Me atreví y recordé de nuevo cuando éramos apenas unos niños. Tú me enseñabas a comer pausado, como un padre que le enseña a su hija los primeros pasos. Me recuerdo anoréxica y débil, pero no pedía limosna; una mirada triste nada más, un camino de frágil corazón humano. Mi sombra inocente tenía una ingenuidad que podía abrazar incluso al más cansado, con esos labios vírgenes no contaminados, mis suaves manos alcanzarían los ángeles, rodearía de milagros al más necesitado, rebelde o incomprendido. Era el refugio cansado de mi sed. Como no podía lastimar al mundo, me lo tragaba todo; en el fondo tenía un dolor inmenso, una impotencia de no poder sacar el vómito; me lo tragué hacia adentro. Sentía una pequeña libertad al castigar mi cuerpo. Condenaba a mi madre en secreto; al menos, sentía que algo de esas heridas me pertenecían, los modales inequívocos eran míos, desligados de hipocresías y dobles vidas, me engrandecían sublimemente. La causa de ello, es que nunca entendí los golpes, pero tampoco nunca hablé de ellos. Sentía que la cuestión no era tan visceral, tan inoportuna. Al fin y al cabo era bonito cuando se acordaba de mi nombre; manteníamos esa dirección infame (victimario-agresor). ¿Sabes algo? Sigo siendo masoquista, se me quedó la calumnia de las quemaduras, las palabrotas, la espesura de la piel y los golpeteos. Me excita cuando alguien me llama por mi verdadero nombre: ¡Arianna!, respondo como en los buenos tiempos, esperando no el castigo, el premio al buen alumno. Es el prodigio del siglo. Por eso te amé tanto. Me decías: come un poquito, si quieres yo te ayudo. Te veía contento mientras yo mordisqueaba el platillo. Más bien te complacía y seguía con mis ojos tus malos gestos, tristes de impotencia, mejor callados para no dar cabida a la desesperanza. Claro que me hubiera gustado que te enojaras, por eso dejaba de morder, provocaba tu mirada seria, necesitaba una sacudida, para que después nos reconciliáramos, y que de ese abrazo eterno contrastado con la furia, surgiera algo distinto. Quizás la calma, la esperada paz que se valora como oro después de una guerra prolongada. Esperaba impaciente que llegara la turbulencia: hubiera deseado que me gritaras, pero nunca lo hiciste. Tu manera de amar era distinta (y perdóname) pero yo no conocía los buenos modales ni ese hablar pausado. Sin embargo, me parecías tierno, amé tu paciencia para aguantar mis llantos y mis súplicas; pero siempre resultaste inalcanzable para mí, tan sereno que tu tranquilidad me impacientó los nervios; nunca te llegué a conocer. Quizás sólo fuiste cortés, pero a mí me mostraste el mundo. Apropié nuestros ojos tan llenos de lágrimas. Había segundos en que olvidábamos nuestras penas y ya no éramos los de antes. Ya no éramos unos niños, dejamos de serlo cuando empezamos a soñar. Los niños no sueñan, viven el surrealismo. Nosotros si soñábamos, siempre encontrábamos fugas alternas a esta sociedad. Teníamos momentos de silencio, y eso nos pertenecía. Nuestro pequeño balcón era el sueño. Dos sabores en la tierra, unas luces sombrías capaces de iluminar al mundo.
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