El país se quema, pero aún, no puedo prestarle atención a medias. Mi verdadera atención está vuelta hacia adentro, hacia la palabra, la palabra que designa a la persona que me crece dentro. Una ocupación ignominiosa; sin duda, pensar que el mundo allá afuera se ha vuelto más agresivo. Antes, en la edad de la memoria, los padres de la calle pedían limosna por compasión y alzaban sus manos con tristeza. El día de hoy, me ha parecido que los hijos de la calle son diferentes, se han vuelto a la edad de hierro. Sin el menor remordimiento caminan en círculos inmisericordes para ejercer su oficio. Y sin embargo, no puedo evitarlo, me anticipo a los hechos: desvío la mirada para que ellos no me observen primero. No sé cuál es la mejor respuesta, si la ignorancia o el grito desesperado: ¡No me miren! No tengo nada que ofrecerles, ni siquiera una sonrisa. Me dan miedo, por eso no los miro, los ignoro. Me da miedo esta sociedad y sus calumnias. Pensar que no hay remedio, que nacerán y morirán en la pobreza. Antes se podía observar tranquilamente desde el parabrisas y todavía existía una ligera compasión guardada en la distancia. Se aceptaba el hecho diferente y se comentaba la desgracia a “ras del suelo”. Ahora no hay tiempo; ellos nos acechan, tienen la culpa cargada de una generación de antaño, acumulada con una mezcla sin cuidado. Son malos, los niños de la calle no arden pidiendo por ayuda, no esperan recibir tampoco nada. Se han acostumbrado al oficio: crecieron sin inocencia, deambulando las calles como moradores del silencio. Y nunca nos dimos cuenta en qué momento la vida les robó ese pedazo de conciencia. Como descorazonados, los niños ya ni son conscientes de su situación precaria; sobreviven una existencia sin merodear, sin cuestionar. Lo más lamentable es que esa indiferencia también nos contagia a “nosotros”, los aledaños. Es ese momento el que me asusta, me incomoda la idea del advenimiento, el día en el que ya no podamos preguntar por qué sucede lo que sucede, y de tanto no encontrar respuestas nos volvamos piedras. Una parte ya ha sucedido, un momento de este día en que me distraje y ya tenía a cinco fieras atacando mi parabrisas. Se nos fue el tiempo, y nos sobrevino la guerra. Pero ya ni siquiera podemos llamarle por su nombre, ese monstruo llamado “ignorancia” se ha convertido en el pan de todos los días.
“Niños de hierro, he pensado…Es la edad del hierro. ¿Cuánto falta para que llegue el turno de regresar a las edades más amables, la edad de la arcilla y la edad de la tierra? Una matrona espartana, con el corazón del hierro, criando hijos guerreros para el país. Estamos, vuelve a casa con tu escudo o vuelve encima de tu escudo".
J.M. Coetzee, La Edad del Hierro.
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